03 de enero de 2021
Si algo nos enseña la vida es que no nos damos cuenta de lo bien que estamos hasta que no lo estamos. Pasamos paso a un año que quedará en nuestra memoria aeternum, para bien y para mal. En el deporte, como en la vida, podemos aplicar el mismo sintagma: hasta que no te lesionas, no sabes lo feliz que eres.
Retrasamos un par de semanas esta etapa con la esperanza de que varios de los integrantes del grupo pudieran recuperarse de sus diferentes lesiones, pero a veces, más vale ser precavido, que jugar con la correcta recuperación que requiere el cuerpo. Finalmente, solo tres integrantes (Pablo, Pedro y Santi) pudieron tomar la salida donde el 22 de noviembre lo habíamos dejado: Colonia de Sant Jordi.
Era una etapa complicada de diseñar, muy larga (60 kilómetros), que circulaba la mitad de ellos entre calas donde los caminos no son asequibles para correr, y zonas de acceso restringido o directamente prohibido que había que evitar. Alejarse de las carreteras principales era también algo a tener en cuenta. Las previsiones meteorológicas no eran muy halagüeñas y llevábamos ya unos días con temperaturas bastante frías para lo que es Mallorca. Pero la suerte estaba echada cuando a las siete de la mañana salíamos desde Colonia dirección Porto Cristo.
Los primeros cinco kilómetros nos llevaban por la carretera hasta Ses Salines. La noche era muy cerrada todavía y la temperatura no subía de 3º C. El frontal iluminaba un asfalto mojado mientras intentábamos entrar en calor. La voz nos salía entrecortada, mientras iban cayendo los primeros kilómetros. Antes de llegar a Ses Salines, salimos de la carretera y cogemos el primer camino de tierra, donde hacemos la primera parada para contemplar los primeros síntomas de luz rasgando la noche. De momento no existen nubes en el cielo. De Ses Salines y sin darnos cuenta llegamos a Es Llombardss y tras casi quince kilómetros y una hora y veinte nos plantamos en Santany. Lo fácil ya lo habíamos hecho, y también la parte menos romántica de la etapa.
Nos encaminábamos hacia el Parque Natural de Mondragó. Era terreno fácil, y el ritmo seguía siendo constante desde la salida. La conversación nos mantenía ajenos a los kilómetros que iban pasando de manera autómata. Cuando llegamos a la playa de S’Amarador el paisaje nos cautivó al instante. Aún la bruma estaba pegada al mar, y la ausencia de lo artificial y lo humano, nos impresionó. Tras veinte kilómetros llegábamos por primera vez al mar, y desde entonces, pocos serían los minutos donde no lo tuviéramos a nuestro lado.
Íbamos pasando por las diferentes calas contiguas a S’Amarador por caminos que muchas veces se difuminaban a nuestro paso, pero donde aún podíamos mantener más o menos un trote digno. Al poco llegamos a las primeras edificaciones de Porto Petro y sus diferentes urbanizaciones. Recorrimos el puerto y paseo marítimo para acto seguido atravesar todas las urbanizaciones hoteleras de Cala D’Or. Si la ausencia de vida humana nos había impresionado en S’Amarador, aún nos quedaba experimentar una sensación extraña al contemplar toda esta jauría de asfalto y bloques de hormigón decrépitos, abandonados en sus meses fríos y olvidados más aún en un año donde las estancias hoteleras han sido minúsculas. Recorrer este laberinto de calles y aceras adoquinadas fue quizá, la parte más aburrida de la etapa, pero no dejaba de tener su tono crepuscular.
Y sin esperarlo, salido de la nada, Cala Sa Nau apareció a nuestra derecha. Majestuosa, enclavada entre pequeños acantilados que íbamos bordeando por caminos serpenteantes. Aguas turquesas que atrapaban unos tibios rayos de luz, arenas húmedas y blancas donde el mar cansado, acababa su recorrido. Cuando la dejamos atrás y la vemos desde lo alto, la silueta nos cautivó. El camino era bueno, el trote seguía vivo, y parecía mentira pero ya nos acercábamos al ecuador de la etapa y prácticamente solo habíamos pestañeado. Durante unos kilómetros, hasta Portocolom, el camino que iba bordeando al mar fue tal vez, la parte más cómoda y agradable.
Tras 35 kilómetros llegamos al puerto de Portocolom. Llevábamos casi cuatro horas pero lo cierto es que físicamente estábamos aún bastante bien. Con los escasos rayos de sol, descansamos unos diez minutos en el puerto mientras nos tomábamos las vituallas con las que subsistir el resto de la etapa. Y tuvimos que volver a levantarse, y claro, entonces sí, aparecieron los 35 kilómetros que arrastraban las piernas, jajaja.
Hasta Cala Murada el camino era transitable, siempre con atención de no tropezar con rocas y raíces, y en Cala Domingos llegamos a la mítica distancia de Filípides. Hay, junto al acantilado, un bonito paseo que va bordeando al mar y que más o menos nos lleva directo a Cala Antena. Y hasta aquí fue todo muy bonito, pero la aventura comenzaba en ese momento. Llevábamos 44 km. (4 horas y media) y estábamos todavía con energía para seguir bromeando y no dejar de hacer fotos.
A partir de aquí, correr ya no era muy viable. Dejamos Cala Antena y lo que parecía que iba a ser un buen camino resultó ser un camino de piedras horroroso para las plantas de los pies y tobillos. Más que correr, trotábamos despacio, y cuando alzábamos el vuelo, en seguida un pequeño susto, un traspiés, nos conminaba a bajar el ritmo.
Habían dos zonas complicadas tras el diseño de la ruta, la primera era al poco de salir de Mondragón, cuyo camino no quedaba muy identificable. La segunda era como bajar y subir por cala Bota y seguir bordeando el mar. Tras sacar los instrumentos de navegación y sopesar las variantes, divisamos el camino que empezaba a bajar a la cala y que acababa, de manera grácil, con una cuerda y una destrepada sobre roca mojada. Una vez bajo en la playa, y de una pieza, nos alejábamos un poco de la costa, para por buenos caminos, ir sorteando vallas y calas que nos conducirían hasta la bonita Cala Magraner, tras un pequeño zig-zag por los acantilados. Y de nuevo por caminos algo separados de la costa, recorreríamos la distancia que nos separaba hasta Cala Sequer: una pequeña y escondida cala de rocas que daría el pistoletazo de salida a la última parte del camino: el infierno.
Kilómetro 50 salíamos de Cala Sequer y durante 6km se acabó el correr. El camino como tal (tierra hollada o vía por donde se transita habitualmente) no existía. El tiempo se escapaba mientras los kilómetros no pasaban. Había, eso sí, una pequeña senda de cabras que iba bordeando los pedregosos acantilados que no llevarían a la magnífica Cala Varques, la cual atravesaríamos para continuar nuestro tránsito por esta senda rocosa al borde de los acantilados hasta Cala Romántica. La bajada a esta cala también tuvo su aventura, su pérdida de tiempo y algún que otro resbalón, pero ya estábamos en los momentos finales. Nos quedaba atravesar la urbanización por unas escaleras larguísimas y empinadas que nos fulminaron las piernas, y nos llevaban a la otra parte de la urbanización en Cala Anguila.
Las covas del Drac, nuestra meta, estaban a no más de dos kilómetros. Volvimos a coger el ritmo de marcha y con una sonrisa en la cara y todavía sin terminar de creérnoslo, llegamos al parking de las cuevas donde nuestro coche nos estaba esperando tras siete horas y 60 km. Nos miramos con una sonrisa pintada en los ojos, nos podíamos comer el mundo, pero fue un pequeño silencio el que nos comió él a nosotros. A veces, la felicidad, está en gestos tan pequeños como mirarse directamente a los ojos.
Se dice que la unidad hace la fuerza. Podemos dar fe que juntos siempre seremos más fuertes. Cada uno en su papel, cada uno cumpliendo con su cometido: Pablo manteniendo el ritmo para llegar enteros a meta, poniendo la cordura (si es que nos queda algo), contando batallitas de cuando era joven; Santi guiando y perdiendo al grupo, atando zapatillas que otros dedos ateridos por el clima no podían; y Pedro, controlando los kilómetros, los datos del camino, pero sobre todo vigilando las nubes, soplando con fuerza para ahuyentar su sombra. Para nosotros tres, todos los que emprendimos este reto en el Club Náutico de S’Arenal estaban a nuestro lado, dando fuerza y compartiendo complicidades. Y tarde o temprano volveremos a estar todos juntos llevando el mensaje de la asociación que nos acoge por todos los lados de la isla, porque sin nacer como reto solidario, nos llena de orgullo si podemos seguir contribuyendo con una asociación que tanto ha hecho y sigue haciendo por la lucha de una lacra como es el cáncer.
Soñar es sencillo. Vivir soñando se hace en varias etapas alrededor de la isla.